
En el convulsionado ambiente político que se vive, el oportunismo es pan nuestro de cada día. La inmediatez impera y lleva a encarar todo como si se tratara de una cocina de comida rápida. Nadie se detiene a pensar en las próximas generaciones, y aquello de encontrar un estadista es, prácticamente, un imposible.
Si nos detenemos a pensar lejos de los prejuicios, de las influencias partidarias y del sectarismo ¿Podríamos identificar a alguien que encarne a un gobernante preocupado por el país y no por el acomodo de su sector? ¿Somos una sociedad que se involucra en la construcción de liderazgo colectivo?
Las disputas se hicieron una constante en todos los gobiernos, los adulones están a la orden del día y poco lugar queda para aquellos que piensan en construir un modelo diferente al tradicional que está más que probado que, nos estanca, nos limita, nos impide avanzar al ritmo del futuro.
Si comparáramos nuestros problemas con enfermedades e hiciéramos una analogía con la medicina quizá nos sea más fácil entender lo que nos pasa. Estamos en la permanente distribución de analgésicos que palien dolores, nos desentendemos del problema de fondo que es la verdadera causa de nuestras dolencias.
Los analistas coinciden en decir que nada se puede hacer sin cambios estructurales de fondo, generaciones enteras pasaron delegando su responsabilidad dejando el peso de su responsabilidad en el fantasma del “esto no se cambia así de fácil y para ver los cambios hay que trabajar años”. El problema es que nunca nos ponemos a trabajar como sociedad en esas transformaciones.
El problema que afecta a todos se delega en un alguien intangible, en un alguien incorpóreo que tiene que curarnos alguna vez. Al final ese alguien somos todos y no entenderlo nos conduce a tierra de nadie.
Es hora de dejar el caudillismo, de enterrar la figura del único líder que nos va a conducir a la tierra prometida. La construcción de un país diferente y mucho más humano es responsabilidad de todos.