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Las discusiones ya no son las mismas. El jugar con linea de tres o de cuatro, un cambio bien o mal hecho, la necesidad del diez, el armador o el cuadrado de media cancha, es lo que menos tiempo ocupa la mesa familiar. El daño que la dirigencia le hizo al fútbol con casos de corrupción a nivel mundial es tan grande, que nadie confía en nadie y finalmente termina siendo la sombra de cualquier resultado deportivo.
El efecto en cadena es de terror y violencia, porque todo parece arreglado y comprado y no hay margen para el error humano. Más que nunca está despierta la furia de quienes también hacen daño y son los resentidos sociales que manchan los espectáculos y alejan a las familias de los estadios.
Es una rueda, un círculo vicioso donde absolutamente todos tienen una cuota de responsabilidad a raíz de sus actos. El manto de la duda siempre estuvo presente, y quien diga que nunca pensó en la mafia del fútbol es un mentiroso, pero también lo es quien sostenga que su imaginación fue capaz de sospechar tamaño nivel de corrupción.
La indignación colectiva llevada a la desconfianza es natural, pero lo que no nos podemos permitir es que la violencia nos invada. La definición del campeonato paraguayo está bastardeada a consecuencia de vándalos que con sus reacciones disfrazadas de pasión y descontento, hacen que quienes en verdad disfrutan del deporte prefieran quedar en sus casas por temor a que sus hijos o ellos mismos salgan heridos. El fútbol mundial necesita renovarse, la dirigencia (incluida la paraguaya) requiere de un cambio absoluto que no deje espacio a la mano negra.
El castigo para los corruptos debe ser ejemplar y quienes hayan lucrado irregularmente con un deporte tan noble deberían terminar en la cárcel. A nivel local, tanto la justicia como la sociedad deberían ser implacables con quienes con actos de violencia manchan el deporte. Con dirigentes que sostienen barras bravas y financian patoteros no vamos a conseguir otra cosa que hacer más daño al fútbol.