Parió la niña de 11 años y algunos comentarios celebraban que todo estaba bien. Si el alcance de la expresión se limitara al estado de salud de madre e hija, se puede asentir mirando un escenario menos dramático. Sin embargo, desgranando el contexto notamos que está todo mal.
Estamos hablando de una niña que quedó embarazada producto de abusos sistemáticos por parte de su padrastro, sin la protección de la madre y con un padre ausente. Lo grave es que ésta es una realidad lacerante en el Paraguay. Rubrican esta sentencia, las 3 niñas que van a parir esta semana en el mismo centro asistencial, en escenarios similares de abusos en el entorno familiar.
Para complicar más el panorama se introduce como solución un potente distractor, el aborto que despierta fanatismos irracionales. Aquí el debate debe centrarse en un estadio anterior, realizar una profunda revolución educativa, en la que los ciudadanos conozcamos nuestros derechos y seamos conscientes de las garantías que tenemos, más aún en situación de vulnerabilidad como son los niños y adolescentes. Una transformación que incluya la impostergable educación sexual con padres, maestros y niños como protagonistas centrales.
Aumentando el piso de nuestra formación personal y ciudadana vamos a comenzar a entender los atropellos de los que somos víctimas periódicamente. De los adultos abusadores y de las instituciones encargadas de velar por la seguridad de los niños, cuya tarea es insuficiente para garantizar y resguardar la integridad de los mismos.
No hay peor ciego que el que no quiere ver reza un viejo refrán. En este aspecto, nuestra sociedad es una fiel copia de la brillante obra de José Saramago “Ensayo sobre la ceguera”, donde una comunidad que va quedando ciega por el impacto de una peste desconocida. De la misma manera andamos, deambulando sin rumbo, resaltando nuestras miserias humanas y vanagloriándonos de ellas. Ciegos, porque nuestra educación es paupérrima.