La llegada de miles de campesinos a la capital para pedir al Estado que les condone las millonarias deudas ha generado acalorados debates. Aunque en esta historia no existen buenos ni malos la ciudadanía eligió un bando. Es lamentable, pero muchos piden que los “haraganes” vuelvan al interior y al olvido, simplemente para poder transitar con normalidad por el microcentro.
El capitalino, el que goza de energía eléctrica, agua potable, trasporte público, caminos, hospitales, escuelas, entre otros servicios y oportunidades tiene el atrevimiento de llamar “haragán” al campesino.
Es cierto, no se puede tapar el sol con un dedo, es sabido que entre los manifestantes hay un pequeño grupo de “bandidos” que se quedan con los recursos del grupo que representan y otros violentos, como el hombre del sombrero que golpeó al delivery que vimos en el video que se viralizó. Pero esto no significa que todos los agricultores que exponen su dramática situación a través de marchas sean “haraganes”.
Todo lo contrario, estos compatriotas con los pantalones bien puestos se la pasan trabajando duro y cuando deben vender sus productos les ofrecen monedas a cambio de las mismas y no pueden trasportarlas porque en determinados lugares no existen caminos, entre otras carencias que sufren.
A pesar de que la desigualdad y el abandono estatal los tiene casi noqueados, tienen el valor de viajar cientos de kilómetros para pedir una mano al Estado, el mismo que regala dinero a los transportistas, pero que se niega a escuchar el problema de los sufridos compatriotas.
Los campesinos no son haraganes, son personas que reclaman apoyo estatal. Los haraganes son otros. Aquellos sumisos que no quieren tomarse el trabajo de organizarse y reclamar sus derechos. Aquellos que se conforman posteando críticas contra corruptos y planilleros en las redes sociales. Aquellos que eligen el silencio. Aquellos que deberían imitar de vez cuando a sus compatriotas del interior, que reclaman y no callan.