Los números de la economía son buenos. Al menos eso nos hace creer el Gobierno. Y depende del cristal con que se los mire, probablemente, es así. La economía marcha sobre rieles y las inversiones extranjeras se hacen ver con grandes proyectos. Dicen que el mundo nos ve con buenos ojos.
Es una cara
Pero también está la otra cara. La de Juan, el ciudadano común que tiene que hacer frente al día a día con un sueldo mínimo que, mínimamente, le alcanza para sobrevivir… o no. El trabajador de la calle, que no entiende de dígitos ni macroeconomía, pero que sale a luchar por el pan cada día y no llega a fin de mes.
Los buenos números no son el reflejo de la realidad. La realidad es muy diferente. Se ve en la calle. Bastaría que nuestros gobernantes salgan de sus lujosas oficinas, para que sean encarados en cada semáforo por un ejército de jóvenes sanos, pero sin trabajo, convertidos en chantajistas profesionales a fuerza de necesidad.
Se cruzarían en cada avenida con mendigos, campesinos empobrecidos y hambrientos, indígenas indigentes expulsados de sus tierras, vendedores informales de contrabando y cooperativistas que defienden el derecho de los socios a no pagar más impuestos que a los más ricos se les niega.
Los buenos números del Gobierno no reflejan la realidad de doña María, que debe subsidiar con su salario a las secretarias de funcionarios corruptos y abusadores que se dan la buena vida a costa de la necesidad de la gente. Ni de Pedro, que con el agua al cuello tuvo que dejar su casa, para pelear con sus vecinos un lugar en el paseo central por la desidia de sus gobernantes. El desarrollo económico sin un avance social solo trae desigualdad y ahonda las diferencias entre ricos y pobres.
Hoy la realidad tiene dos caras. Una que mostramos al exterior, la que vive la élite a la sombra del poder y otra, la que vivimos todos los días, la del Paraguay cansado que bloquea las calles, protesta y exige, de los que no se dan por vencidos y aún tienen tiempo de luchar por el país que todos soñamos.