
Con los números tenemos una relación de amor-odio. Nunca me llevé bien con las matemáticas. No tengo vergüenza al admitir que en el examen de ingreso a la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UNA obtuve 16 puntos de 100 posibles. Aún así, ingresé gracias a que en las materias “leídas” como Castellano, Filosofía, Historia del Paraguay y Psicología me fue bastante bien.
Lo que me gusta de los números es que son reveladores e incuestionables. En el ejercicio del periodismo aprendí que, mientras más datos, porcentajes y estadísticas agreguemos a un material, más credibilidad tendrá nuestro trabajo. En este caso se podría decir que adoro a los números. Pero los números muchas veces lastiman, son tan irrefutables que ni siquiera precisan de adjetivos o insultos, para hacerte sentir rabia o impotencia.
Repasemos estas cifras. La Dirección Nacional de Contrataciones Públicas adjudicó la prestación de servicio médico privado a senadores, “parlasurianos” y funcionarios del Congreso por un valor de G. 8.304 millones. Esto equivale a poco más de US$ 1,5 millones. La adjudicación fue otorgada, según el citado organismo estatal, a la empresa Santa Clara S.A.
El monto que vos, yo, el despensero y el vendedor de chura abonamos para que cada congresista disponga de ese seguro es de G. 1.550.000. “El servicio tuvo un aumento de G. 2.367.378.000 en comparación a la adjudicación del año pasado con la misma empresa”, publicó ÚH. La cobertura es del 100%. Eso no es todo, el beneficio alcanza a los cónyuges, hijos de hasta 20 años y padres (en el caso de que sean titulares solteros).
Los números son fríos, lapidarios. El ultraje que los miembros del Congreso hacen con el dinero público es macabro. La atención en los hospitales públicos es pésima y el sistema de consulta del Instituto de Previsión Social (IPS) raya con lo criminal. Un asegurado puede aguardar tres o cuatro meses para acceder a un bendito turno. Mientras, los sacrosantos legisladores, sin abonar un centavo, reciben una cobertura total del seguro médico privado, con dinero del pueblo. Y eso que ganan un dineral por atornillar sus nalgas en los sillones y atragantarse con bocaditos todos los días. No, no es justo.