No te asustes, amigo lector. No estoy hablando de vos ni de otro compatriota. No soy caníbal. A ver, entrá en Google. Elegí la opción “imágenes”. Escribí la palabra “paraguayo”. Apretá “Enter”. Como por arte de magia, en tu pantalla aparecerá un montón de fotografías de una fruta muy parecida al durazno, pero más achatada. Ese es el paraguayo.
No te estoy jodiendo, el paraguayo es una fruta. Seguro que más de uno que está leyendo estas líneas ya lo sabía. Si no es así, te cuento que con gran asombro me enteré años atrás de que nuestro gentilicio lleva el nombre de un fruto “parecido al melocotón (o durazno), con la piel aterciopelada”.
Lo irónico es que se trata de una variedad que, estoy casi seguro, no existe en nuestro país. Eso es tan paradójico como que el Cerro Lambaré esté en Asunción o que la sede de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) esté en San Lorenzo o que alguna vez el presidente de la Comisión de Lucha contra el Narcotráfico de la Cámara de Diputados haya afirmado que el canabbis es un “estupefaciento” que se procesa hasta obtener el “cras”.
“La ingesta de paraguayos nos ayuda a proteger la visión, es buena para la piel, los dientes o las encías”, puede leerse en el sitio web lacestadelafruta. com. Se cree que sus orígenes se remontan a China, aunque no se descarta que provenga de la antigua Persia (Irán). En la actualidad, España es uno de sus principales productores.
Después de toda esta perorata, cabe resaltar la importancia de inculcar el consumo de frutas en nuestros niños. Ya sé que es difícil que ellos prefieran una manzana o una pera antes que a una suculenta barra de chocolate o un irresistible bombón.
No digo que les demos de comer paraguayos, claro. La lucha es difícil, sobre todo cuando con esa carita angelical nos suplican por alguna golosina en lugar de una nutritiva fruta. Pero procurá aunque sea intercalar, le hará muy bien.
Yo, mientras, seguiré queriendo comer un paraguayo.
Ya tú sabes.