
Al igual que miles de mujeres, me toca cruzar a diario por una terrible carrera de obstáculos, camufladas por lo que suponen que es una lluvia de halagos. En mi trayecto, me veo obligada a cambiar de caminos cuando veo a algún grupo de hombres, o a cruzar frente a ellos sometiéndome a un sinnúmero de situaciones que alteran mis emociones.
Al caminar sola, o hasta acompañada, nos exponemos casi siempre a escuchar silbidos, gestos, palabras obscenas, y a veces hasta insultos. Hace una semana, un joven murió baleado por intentar defender a su novia que fue víctima de esta situación, que más allá de una simple incomodidad, es una violación de derechos.
A pesar de estos sucesos cotidianos reiterativos, el acoso callejero es un tema bastante ignorado. Por una parte, muchas personas creen que decirles comentarios a completas desconocidas no constituye acoso, sino que es una forma de piropear y de elogiar inofensivamente su belleza. Y por otra parte, a nivel político y social no se reconoce el acoso callejero como otra forma de violencia; es visto como un mal menor, una expresión irremediable de la masculinidad.
La cultura popular no cree que tenga ningún efecto real y que es una exageración tratarlo como si tuviera. Pero esto no es así. Se entrometen en la vida de las mujeres e interrumpen su bienestar, violan derechos fundamentales como el de la integridad, la privacidad, y la seguridad.
Si bien se llevan a cabo diversas campañas de concienciación, el panorama nunca mostró notables mejorías. El problema debería ser abordado más socialmente, desde la perspectiva educativa. Mientras no suceda eso, las mujeres debemos buscar otros mecanismos de defensa.
Esta situación es una violación de la libertad no poder ir a donde uno quiera por culpa de unas restricciones externas. El acoso priva a las mujeres de estos tres derechos delimitados en la Constitución. Por lo tanto, no olviden que los “piropos” podrían ser recriminados y denunciables.