Pasa con frecuencia y en todos los estratos sociales. Sin distinción. La violencia entre jóvenes se está convirtiendo en un grave problema. Desde que la inseguridad copó las calles, los circuitos cerrados se convirtieron en aliados de la justicia a la hora de resolver casos que de otra forma hubiesen quedado impunes. Desde entonces, las peleas callejeras llegan a los noticieros y de allí a todos los hogares. Las redes sociales hacen el resto. Ya no es sorpresa.
Sucedió con el caso de Igor Kostianovsky, un jugador de rugby que fue brutalmente golpeado a la salida de un local. Luego fueron las imágenes de una trifulca entre jóvenes menores de edad sobre América casi Mariscal López, en Asunción. El caso más reciente habla de más víctimas, jóvenes que caminaban por la calle y fueron atacados por otros once chicos en el barrio Itá Enramada, de Asunción.
Es una llamada de alerta. Generalmente, los casos están relacionados con el alcohol o las drogas, pero más allá de todo lo externo, el problema realmente radica en la familia. Y no precisamente porque los chicos vean golpes o gritos, sino porque falta diálogo y compañía. Y es allí donde estamos fallando los padres.
Agobiados por el trabajo, el estrés o las deudas, muchas veces dejamos de lado a nuestros hijos que intentan resolver sus problemas desde su propia perspectiva. Entre ellos nomás.
“No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar” (Pepe Mujica). Sin dimensionarlo, el problema se descontrola y crece. Solo lo vemos cuando desde la tele las imágenes nos devuelven a la realidad. Cuando vemos que tras la puerta nuestros hijos están expuestos a ser víctimas o agresores.
Ahora es el momento antes de que descubramos que “esos chicos violentos de la televisión” son nuestros hijos.