Entré a la farmacia y el guardia de seguridad, con ambas manos hacia atrás, me miró de una forma extraña, como si sospechara que quisiera robarme algo. No le hice caso y seguí buscando el desodorante y la crema dental. Eran como las nueve y media de la noche en San Lorenzo. Acababa de bajar del micro tras visitar a mi hija, que entonces estaba por cumplir tres años.
Una vez que encontré lo que buscaba, me acerqué al mostrador. Había como tres vendedoras y una de ellas no paraba de reír. Y eso que estaba atendiendo a otro cliente. Pensé que le habían contando un chiste o algo así. El compañero que estaba a su lado me preguntó: “¿Desea llevar algo más?”. Le contesté que no. Entonces, el empleado se llevó la mano a la cabeza e hizo un gesto que nunca olvidaré. “Cuate, parece que tu hija se olvidó de quitarte su hebilla de tu cabello”.
La funcionaria lanzó una risotada mayor mientras le daba el vuelto al comprador que atendía. Recién ahí caí en la cuenta de que minutos antes mi pequeña Aurora hizo de peluquera conmigo. Me peinó a su estilo y el broche de oro de su obra maestra fue una reluciente hebilla color turquesa.
Entre juego y juego, olvidé por completo quitármela y volví con ese accesorio desde Fernando de la Mora. Abordé el colectivo con la hebilla puesta. Mientras el empleado me hacía el cobro y trataba de no sonrojarme tanto, se me vino a la cabeza que algunos pasajeros me habían mirado aquella vez como si fuera un bicho raro.
Todos en la farmacia estallaron en una carcajada interminable. Me uní a ellos celebrando la travesura inocente. Les expliqué que, efectivamente, mi hija y yo nos olvidamos de ese pequeño detalle.
Ni bien le conté mi experiencia a mis allegados, los hice feliz por un instante, así como a todos en esa farmacia por la que paso en frente todos los días. Esos momentos que viví en la farmacia, esos pequeños momentos, se llaman Felicidad.
Uno nunca termina de buscar la felicidad y en el camino se encuentra con episodios felices como el de esa hebilla turquesa. Ya tú sabes.