A veces pienso que vivimos en un campo minado. Es como la experiencia más cercana al riesgo cotidiano. Y nos fuimos acostumbrando a ello. Tacumbú era una bomba de tiempo hasta que explotó. El Abasto era una bomba de tiempo hasta que se desató el fuego y, bombas de tiempo eran el Mercado Cuatro y Cateura hasta que se incendiaron.
Casualmente, este mes se cumplieron 12 años de la peor tragedia en Paraguay en tiempos de paz y, desde entonces, es poca la conciencia que se tomó en materia de prevención, eso sin entrar a hablar de la situación de los bomberos voluntarios, que hasta da pena verlos pedir dinero en los semáforos de todo el país, luchando contra el fuego sin poder, en algunos casos, usar bocas contra incendios atascadas, inaccesibles o sin agua.
Y no los vemos, hasta que los necesitamos.
Son pocas las instituciones públicas y privadas que adecuaron sus instalaciones para hacer frente a una posible situación de riesgo. Ministerios, escuelas y centros comerciales desafían cada día a la suerte, a la sombra del “Dios es grande por eso sobrevivimos”.
Lo de Yukyty, además de grave, es triste. Nunca se hizo nada para ubicar en áreas urbanas a los habitantes de escasos recursos que viven en situación infrahumana, en medio de la basura, en precarias casas de cartón, exponiéndose a todo tipo de peligros. Son una suerte de damnificados de la basura sin voz, pero con voto. Son casi invisibles, pero están allí. Son seres humanos y merecen atención.
Ayer fueron noticia ayudando a los bomberos a apagar las llamas que ponían en riesgo a sus casitas. Es una buena oportunidad para que los miremos. Para que las autoridades les presten atención y lo anoten en la agenda. No hoy, no mañana, pero que estén y lo sepan.
Es hora de apagar los incendios, para los cuales no hay agua que valga.