
La avasallante presencia de sidra, pan dulce y todo tipo de artilugio navideño nos traslada mentalmente a la época más dulce del año, cuando termina el mismo, tiempo en que toda excusa es válida para celebrar. Pero, en un golpe de realidad, mirando el calendario notamos que primero debemos superar el fastidioso noviembre, etapa terrorífica para estudiantes y padres, momento de exámenes finales.
La reforma educativa nos demostró con suficiente claridad que sus resultados son nefastos, ya que el fruto del sistema formal es totalmente insuficiente para que el alumno tenga las capacidades mínimas que le permitan afrontar el desafío de iniciar la vida universitaria.
En la distribución de responsabilidades ponemos mucho énfasis a la evaluación final, consideramos que el estudiante no está suficientemente preparado para las pruebas y que la debilidad institucional obliga a que el mismo tenga que avanzar como sea. Creemos, que este es el problema central que deriva en el fracaso de los bachilleres.
Sin embargo, esta mirada es parcial e incompleta. Deberíamos analizar todo el proceso en el que la calidad es baja, el acompañamiento de padres y docentes exiguo y principalmente, el compromiso es efímero. Con estos condimentos, se transita por un sendero mediocre en donde las exigencias se reducen a pasar como sea, para iniciar el siguiente paso hasta finalizar el trámite. Este estilo de gestión puede ser calcado a otros escenarios.
El de administración política por ejemplo, en donde se replica el mismo procedimiento, ya que actualmente estamos en los exámenes finales, en donde cada candidato dice saber todo, aunque no acompañamos el desarrollo durante su gestión.
La aprobación de su tarea, legitimada en el voto, refuerza la retroalimentación negativa que como en la educación, plantea un resultado catastrófico. Sin pensar en un cambio seguiremos aplazados. En educación y en política, que en puridad de la misma esencia e importancia