Hoy Colombia se enfrenta a la decisión más importante de sus últimos 52 años. La población tiene que decidir si acepta la fórmula para vivir en paz la alcanzada entre las FARC y el Gobierno, o prefiere seguir tratando de forjarse un futuro a tiro limpio.
La diferencia entre las FARC, y el grupo armado que opera en nuestro país, es que tienen sus ideas bien claras, o al menos eso parece. Plantearon sus reivindicaciones, defendieron su ideología, e iniciaron la confrontación en esa línea. Y en ese mismo contexto lograron acordar la paz con el gobierno.
En nuestro país, ni siquiera tenemos clara la película, y solo sabemos que no vivimos en paz, y que al parecer eso está muy lejos de la realidad. Vivimos con la incertidumbre de la verdadera intención del autodenominado Ejército del Pueblo Paraguayo. Lo único que sabemos es que no son ejército de ningún pueblo; son un grupo de delincuentes armados contra la tranquilidad de uno de los sectores más vulnerables del país.
En los últimos tiempos repartieron panfletos por todos lados, con exigencias que ni siquiera están justificadas con argumentos propios de su ideología que tampoco es clara. No sabemos qué quieren, para qué se preparan, cuál es el negocio, y mucho menos porqué secuestran y ejecutan inocentes.
La sociedad repudia la actuación del EPP, y son muy pocos los que acompañan. Pero la situación es suficiente para el análisis, considerado también por Colombia, sobre “la legitimación del delito y la violencia” como forma de hacer política. Acá no hay política que valga cuando tantas vidas se perdieron sin siquiera argumentar irracionalmente las muertes.
En tantos años, ni el Gobierno ni las fuerzas de seguridad se plantearon una estrategia efectiva para conseguir la paz en Paraguay. Al contrario, llevaron militares a la zona, que siguen cayendo sin resultados.
Ya estamos hartos de que sigan las famosas tareas de inteligencia, y que todo quede allí. Ojalá no tengan que pasar más de 50 años.