El fútbol, por su alcance e impacto social, debería ser mejor empleado en nuestro país. No debe encasillarse en un fenómeno deportivo, ya que es una herramienta que pudiera explotarse en el plano educativo facilitando el conocimiento y la maduración de las personas.
Un día común en cualquier escuela de fútbol en Paraguay está cargado de una ansiedad que solamente se puede entender viviéndolo. En la cancha se refleja cada uno de los aspectos que adquirimos en el proceso educativo y salen a flote de manera tan evidente que facilitan el análisis.
Existen niños que son respaldados por sus padres, pero que en el momento de disputar el encuentro se ven atosigados por los mismos, como si su obligación fuera ser el futuro Messi. Se encuentran los que intentan materializar todo su respaldo en factores económicos, un gol sale X cantidad de guaraníes.
No faltan los que abiertamente desean ganar a como dé lugar, aunque ese deseo implique alguna trampita. Los árbitros se saben maltratados y vilipendiados por cada cobro, como si estuvieran condenando a la hoguera a alguien ante alguna sanción.
El fútbol, en su versión infantil, nos brinda chances magníficas de capitalizar una serie de valores: el respeto a la autoridad, del árbitro y el propio director técnico; el compañerismo, disfrutando del éxito y acompañando los errores; del trabajo en conjunto que facilita la victoria; el respeto a las reglas, en donde todos somos iguales ante la ley. Fortalece la templanza ante situaciones de dificultad y garantiza la satisfacción del premio por el esfuerzo.
Lamentablemente, el mundo materialista nos empuja a creer nuestro niño debiera ser la futura figura mundial, que en cada gambeta se esconden millones de una transferencia que nos abra las puertas a una vida ostentosa.
Olvidamos que cada partido ayuda a que una sonrisa se dibuje y una personalidad se consolide. Todo, porque consideramos solo el triunfo como el norte de nuestras existencias.