Muchos se sintieron fascinados por el narcotraficante Pablo Escobar. La ficción nos acercó a una de las épocas más oscuras de la historia colombiana, pero solo lo vimos como entretenimiento, una fantasiosa guerra entre narcotraficantes y las fuerzas públicas con un manto de muerte que pocos entienden.
Pero fue real, fue nefasto. Fue una de las grandes manchas en la historia latinoamericana. Unos cuatro mil muertos ensucian el capítulo de esa telenovela. Hoy, Pedro Juan Caballero, nos sumerge en ese mundo oscuro. No es ficción, no es entretenimiento, es el reinado del terror con toda su carga de luto, destrucción e impunidad. En eso convirtió la desidia a la bella terraza del país.
Desde el asesinato de Jorge Rafaat, una tragedia de película se desató en la zona. Desde entonces, decenas de personas fueron ejecutadas salvajemente por sicarios en las narices de la propia Policía, que aparece como televidente de esta historia de terror.
Uno de los últimos episodios de esta brutal guerra se daba a comienzos de esta semana. Dos hombres que esperaban en una lujosa camioneta fueron sorprendidos por sicarios que los masacraron a plena luz del día. Fue cuestión de segundos.
El terror solo daba paso a una situación que me llamó la atención y me dejó pensando. Atónito. Perplejo. Despistado. Aún no se había disipado el humo de los disparos cuando una cantidad de curiosos rodeaba la camioneta donde yacían los cuerpos ensangrentados.
Teléfono en mano muchos transmitían en vivo el asesinato y la agonía de las víctimas. Otros sacaban fotos desde todos lados, condenándose para tener el mejor ángulo, la mejor toma.
Los tiempos están cambiando, nos estamos deshumanizando. La tecnología mal usada atenta contra nuestra solidaridad. No nos hace mejores que los narcotraficantes. Apenas unos minutos después las redes olían a pólvora y muerte.
En uno de los videos y entre el estupor del atentado, se escuchaba una voz: “Dejá de filmar y llamá a una ambulancia”