Nunca tendremos tiempo de aburrirnos con el Senado aunque, eso sí, ya no hay casi nada que pueda asombrarnos. De la folclórica guacha esgrimida por el senador Bóbeda en defensa del presidente Cartes, pasamos al yacaré peluche (modelo chino probablemente) del senador Petta, en defensa de los miles de esos animales reales muertos en la (negada por el Gobierno) crisis ambiental del Pilcomayo.
En medio de la interpelación al ministro del MOPC, Ramón Jiménez Gaona, el senador Petta mostró el simpático animalito con la frase “tenemos derecho a vivir” (o algo similar). La mayoría de los senadores se levantó, “ofendida” por “la falta de seriedad” de su colega.
Convengamos que el apego al trabajo no es, justamente, el rasgo más distintivo de los componentes de la Cámara Alta: han estado casi un mes sin sesionar por falta de quorum... o sea, por no venir, y en otras ocasiones se han ido para evitar una votación contraria a sus intereses (y nosotros no podemos ofendernos por eso).
No le echemos la culpa al peluche; es más, la interpelación jamás iba a prosperar porque, de los 30 votos requeridos, solo habían 23.
Por otro lado, el mecanismo de la interpelación ha de ser la más grande pérdida de tiempo que podamos imaginar. ¿Alguien cambiará de opinión? No. ¿Se obtendrá algún resultado? Jamás. ¿Le importa a la gente? Nones.
Casi podría decir que la mayoría de las sesiones del Senado es una especie de onanismo político, solo atendida y entendida por una pequeña parte del periodismo y una muy minúscula parte de la población.
Los senadores, esta nueva nobleza, están muy alejados de los intereses de la gente común y corriente, como usted y como yo, o como nuestro planeta de Júpiter. O más aún: están en otra galaxia, en otra dimensión.
Si como gran parte de la población ganara en un día lo necesario para llegar apenas al siguiente (y no sus ofensivos ingresos), los senadores no perderían tanto tiempo en inútiles sesiones cirqueras. Digo yo, que no sé nada.