Ayer estuve por una de las telefónicas, ya que el nuevo teléfono de mi hija llevaba otro chip y no le iba el del anterior. Mientras esperaba la no tan solícita atención del empleado de turno (un mal día, probablemente), me imaginaba qué interesante sería si los “sapiens” pudiéramos cambiarnos el chip para actualizarnos y adaptarnos a un mundo en constante cambio ya que, como dicen que dijo Einstein (nunca se sabe con esto de las frases) es más fácil destruir un átomo que un prejuicio.
Ciertamente, los “sapiens” somos unos pequeños bichos con ansias de notoriedad y trascendencia con respecto a nuestro paso por este mundo. Mientras estamos en este planeta sacudido por terremotos, inviernos calientes, tsunamis y mosquitos asesinos (y casi todo eso por culpa nuestra) queremos tener las ideas claras y de ser posible, ser los dueños de la verdad; es más, nos aterra la posibilidad de que el otro pueda tenerla y ni nos imaginamos que pudiera estar en el medio. Los que más defendemos nuestro derecho, somos muchas veces los que menos respetamos el ajeno y los que deberían defendernos muchas veces nos atacan.
Las palabras se lanzan sin ton ni son, las agresiones sin sentido están a la orden del día y las perversas y casi cómicas noticias parecen una tomadura de pelo; por ejemplo, una ministra del TSJE que estaba en el exterior y simultáneamente daba charlas sobre honestidad (y cobraba viáticos) o una directora que dice que no hay que andar con celulares para que no los roben ( o sea, la culpa es de la víctima).
“Ya está”, me dice el empleado de la telefónica. “Ponelo, por favor, quiero probarlo antes de irme”, le digo. Con indisimulada impaciencia pero, es de reconocer, muy eficientemente, el nada atento muchachito termina su trabajo. “¿Algo más?”, me pregunta, deseando el no. Le agradezco, salgo.
Le digo a mi hija que cuando trabaje jamás lo haga en un lugar que no le guste; que se sienta realizada, que haga diferente las cosas a como las hemos hecho hasta ahora, que se respete a sí mismo y a los demás. Que cambie el chip.